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Reflexiones para el pozo ciego…

Muchas veces escuché por ahí: …no puedo decir o escribir tal cosa… otras tantas escuché argumentar a favor del silencio, invocando el miedo a “posibles” represalias…

Así comencé a reflexionar sobre el tema que hoy ocupa estas líneas.

Pensé primero en ese miedo legítimo, que paraliza o enmudece a quien sabe que sus dichos lo pueden convertir en el blanco de concretas acciones en su contra.

Recordé el terrorismo (estatal o “privado”) como técnica de sometimiento.

El miedo… un sentimiento que puede padecerse, pero que obviamente, también puede infundirse. El miedo… un sentimiento que el “atemorizador” siembra en el “atemorizado”.

Quise aplicar entonces esta teoría como soporte argumental de quienes la invocaban en el presente como justificativo inhibitorio de tal o cual acción y descubrí que la misma, la mayoría de las veces, no era aplicable en lo absoluto.

En su lugar, afloraba cada vez con mayor claridad, una condición humana que no es exactamente, ni una emoción, ni un sentimiento y que si bien, está emparentada con el miedo, a través de su prima hermana, la cobardía, no se trata de algo que alguien pueda influir en otro, sino que por el contrario, nace y crece en el interior de cada individuo a instancias de su propia personalidad.

Me refiero a la obsecuencia.

La obsecuencia, como la envidia, constituyen inequívocamente síntomas de raquitismo moral.

Se desarrollan en el espíritu humano sin necesidad del aporte exterior. No requieren de la intervención de nadie, más que del propio portador.

En síntesis, es una condición o característica de la personalidad del individuo y no la consecuencia del accionar de ningún otro elemento, persona, cosa o circunstancia, sobre las conductas del primero.

En términos de salud social, la obsecuencia es peor que el miedo. Porque el miedo desaparece cuando desaparece el factor que lo provoca, en cambio la obsecuencia cambiará el objeto de su devoción, cada vez que cambien las circunstancias, sin dar lugar a que desaparezca la miserable condición.

Supongamos que un tirano infunde terror en su pueblo para conseguir que ese pueblo actúe de determinada forma.

Bien, una vez depuesto el tirano, ese pueblo ya no sentirá el temor que aquel le infundía y por lo tanto, será libre para actuar de la manera que mejor le parezca o convenga. Incuso podrá inteligentemente arbitrar los medios para que esa situación (la tiranía) no vuelva a repetirse.

En cambio, las cosas se complican cuando analizamos la actitud del obsecuente. En este último supuesto, no importará que el tirano caiga y su lugar sea ocupado por otro tirano o por un gobernante bondadoso, porque pase lo que pase, el obsecuente seguirá siéndolo. Y seguirá actuando en contra de su propia voluntad e intereses, nada más que para satisfacer los deseos del poderoso de turno.

En estas alturas de mi razonamiento, casi estaría en condiciones de afirmar, que un obsecuente es socialmente más peligroso que un tirano, porque las actitudes rastreras del primero, son capaces, incluso, de producir al segundo, situación que no se daría a la inversa.

Dejando de lado entonces otras variables, podemos afirmar que la obsecuencia sólo requiere de si misma para existir. Se mantiene latente en el individuo y aflora cuando este último entra en relación con alguien más poderoso que el mismo.

Miserias del alma si las hay, la envidia y la obsecuencia tienen un origen común: un espíritu famélico. Y así como el envidioso no exteriorizará síntoma alguno mientras nadie posea algo más que él, así el obsecuente nos parecerá un ser integro, en tanto y en cuanto no se encuentre frente a alguien con mayor poder que él mismo. Cuando esto suceda, el obsecuente, irremediablemente comenzará a actuar con las bajezas propias de su triste condición.

El obsecuente, simplemente no puede enfrentarse con alguien a quien considera más poderoso que él, pero no es “el miedo” lo que anula su voluntad de acción, sino su irrefrenable deseo de agradar y no contradecir o contrariar, a quien percibe patológicamente como su “amo”.

Así entonces, como un perro faldero, el obsecuente tratará de ocultar su injustificable y vergonzosa inclinación, argumentando “conveniencias” o “beneficios” productos de su “voluntario” sometimiento, con la intención de pasar por “piola” ante sus pares.

O si no, por el contrario, intentará ocultar su condición rastrera, describiendo las “terribles consecuencias” (obviamente imaginarias) que debería afrontar si su actitud ante el poderoso, fuera un poco más digna.

Tratándose de individuos, estas reflexiones podrían revestir un mayor o menor interés entre mis ocasionales interlocutores, pero cuando el “fenómeno” que analizamos, de tan generalizado, se convierte en “socialmente aceptado”, éste comienza a extenderse al cuerpo social en su conjunto, haciendo que la situación adquiera una gravedad inusitada.

Sea cual fuere el sistema de organización social que imaginemos, las relaciones de poder entre el pueblo y sus gobernantes (permanentes o transitorios) terminarán viéndose seriamente afectadas, porque una actitud popular signada por la obsecuencia terminará tarde o temprano con la libertad de todos.

El primer escalón en el descenso social, será la pérdida de la libertad de expresión, una sociedad de obsecuentes se manifiesta palmariamente por la práctica frecuente de lo que podríamos llamar “auto censura”.

Cuando el anonimato se hace dueño de los espacios públicos de opinión, entonces hemos alcanzado el segundo escalón, que no es otro que la pérdida “voluntaria” de nuestra identidad.

Si seguimos descendiendo por la imaginaria escalera de la inmoralidad, llegaremos a su mejor representación: la hipocresía, es decir, la disociación entre lo que decimos y lo que pensamos.

Si llegamos a esta altura, despidámonos de la escalera, porque de aquí en más, lo que viene es lisa y llanamente una caída libre, una espiral en descenso donde las resbalosas paredes ya no ofrecen asidero.

Donde sólo nos resta esperar el chasquido nauseabundo que nos confirme que llegamos al final del recorrido. Pero en ese caso, no deberemos asquearnos de nada… eso viscoso que palparemos, no será ni más, ni menos, que nosotros mismos.


Nota: Guillermo Meana

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